Libros y cómic

SILLÓN OREJERO

'Teoría Black Metal': reflexiones sobre una música felizmente aberrante

Una recopilación de ensayos sobre black metal coordinada por Oriol Rosell y Federico Fernández Giordano analiza todos los componentes filosóficos y estéticas de esta música

VALÈNCIA. Sobre un escenario uno puede hacer lo que quiera. Ese espacio, de escasos metros generalmente, es como una viñeta o una página en blanco. Un lugar donde todo puede ocurrir en colaboración con el espectador o lector, con el que entiende o descifra los códigos. Por eso considero que los músicos cuando se suben a un escenario o graban un disco están interpretando una obra de ficción, por muy realista y basada en sí mismos que esté, no deja de ser una película. Es teatro, literatura, cómic… una expresión más.

Y lo mismo que en televisión puedo ver series de ciencia ficción, melodramas o policiacos, con la música me ocurre lo mismo. Tengo un enorme respeto por los factores personales, sacados de diferentes escenas y culturas, que cada sujeto con ganas de subirse a un escenario puede aportar para diferenciar su música. 

A esto lo podríamos llamar eclecticismo y siempre lo he gozado y sufrido. Placer porque te permite disfrutar de una mayor amplitud de propuestas; dolor, porque siempre tienes que aguantar que te lo censuren esas extrañas personas que, si tuviesen que comer como oyen música, igual se alimentarían, por ejemplo, únicamente de zanahorias. Si viésemos a alguien desayunar zanahorias, comer zanahorias y cenar zanahorias, amén de preparar zanahorias para su fiesta de cumpleaños y conseguir las mejores zanahorias para Nochevieja, pensaríamos que está como una maraca. Pero en música es al revés, esa persona se considera auténtica. 

A estas conclusiones, evidentemente, no llegué de adolescente. En esa época, como me estaba metamorfoseando de mi estado de larva evolucionada, niño, al de animal adulto, señor que paga sus impuestos, no sabía quién era durante al menos seis o siete años. Mirarse al espejo y no reconocer al que está enfrente, que en un par de meses ofrece un aspecto distinto, es muy duro. Te sientes como Drácula en la soledad de su castillo y, lo mismo que él bebía sangre de vírgenes, los adolescentes hacen lo mismo con la identidad. Son vampiros de identidad. 

En ese punto, la revolución de la industria química a mediados del siglo XX, que permitió un uso masivo del plástico, hizo posible colocar discos en todos los hogares del planeta. Era la posguerra, la natalidad estaba disparada y el segmento más amplio de la población era el de los adolescentes. Como eran tantos, la necesidad de identidad era todavía más acuciante y la industria del disco se forró vendiéndosela. El negocio, como siempre, era la ley de la oferta y la demanda, pero había otra ley en el negocio, la obsolescencia. A los nuevos adolescentes no les valía lo mismo que les había valido a los que estaban dejando de ser adolescentes. Había que innovar a flujo continuo. Lo que sigue, ya lo conocen: es la historia de la música pop o rock y sus múltiples variantes y géneros. 

Yo coqueteé con varios estilos de los que había a disposición del chaval de turno en 1991, cuando empecé a meterme en materia. Rápidamente me tiró el metal y, dentro de este, me acabé especializando en metal extremo. La rama más conocida de esta propuesta es el black metal. Es la más visual, con los disfraces, las caras pintadas, fórmulas sonoras radicales y un pasado tétrico, pues el origen del mito está en asesinatos y quema de iglesias en un lugar tan supuestamente idílico como Escandinavia. 

Recuerdo perfectamente el día que entré en el black metal y el día que salí. El De Mysteriis Dom Sathanas de Mayhem me lo grabó en cinta y me lo envió por correo postal un chico de Almería. Me dijo que eso marcaba un antes y un después. Me puse la cinta en el walkman cada día al menos una vez, porque había algo, pero no sabía el qué. No me decía nada fascinante en principio, era como metal extremo, pero diferenciado del que ya tenía por costumbre escuchar (el death de Florida) Sin embargo, como ocurría entonces, un día algo hizo clic y, de repente, tal y como decíamos entonces: “me entró”. 

El proceso era parecido a aquellos libros que si los mirabas fijamente aparecían figuras en tres dimensiones. A simple vista, dibujos geométricos repetidos sin sentido, pero en un momento dado se podían convertir en figuras espectaculares que solo veías tú. Algo pasaba con esta música. Ruido infame de entrada, pero que si le pillabas el punto, tenía mucha más enjundia. No era ruido al azar, no al menos los grupos buenos, había mucho sentido en cómo estaba acabado todo. Y no le gustaba a nadie, solo a los elegidos.  Aquello me apasionó y, además, tenía el añadido de que no lo escuchaba ni dios y, de esa manera, me dio una identidad, vestía siempre de negro y esos grupos eran mi universo. 

Pero me salí. En 1998 recuerdo perfectamente el día en que me compré dos discos, el tercero de Dimmu Borgir y el segundo de Limbonic Art. El primero en digipack, el segundo creo que no. Sentí algo curioso. Eran muy buenos álbumes, lo podía reconocer, pero no me estaban entusiasmando. Un par de años antes, la primera vez que escuché Stormblast de DM, por ejemplo, había sentido euforia. Ahora no había ni rastro. No sé si se acabó el factor sorpresa o que, simplemente, todo género tiene su recorrido y llega un momento en el que no da para más. Se me pasó el rollo. 

En el camino quedaban unos años vividos con Burzum, Immortal, Dissection, Samael y un largo etcétera de grupos que habían creado su propio lenguaje y yo lograba entenderlo. Musicalmente, me parecía una genialidad. Me llevaba a otros mundos, estados mentales fuera de lo convencional. Lo mismo que Lou Reed evoca una Nueva York concreta y reconocible, esta oleada de grupos había creado su propio imaginario. Para mí, ahí quedó la cosa. 

En cambio, ya en su momento había muchos aficionados que le daban significados trascendentes a aquella música. Yo nunca encontré respuestas vitales en ella. Ni en el black metal ni en ninguna forma de rock and roll. Por eso me ha resultado realmente pintoresco encontrarme con la aparición de Teoría Black Metal (Holobionte, 2025), una obra coral de estudiosos del género que lo abordan desde diferentes ópticas.

Bien es cierto que el black metal, en el siglo XXI, ha experimentado un sinfín de mutaciones. El estilo musical, una vez convertido en canon, ha sido replicado hasta la saciedad e hibridado con otros géneros y, por supuesto, llevado a expresiones muy diferentes entre sí. Yo me pierdo entre todas ellas. Entre otros motivos, porque solo soy capaz de valorar a los que partieron de cero. Los que cuando se pusieron a hacer esto estaban haciendo una locura, no algo que otro ya había hecho antes y venía con manual de instrucciones. 

Pero haciendo un ejercicio de apertura mental y siguiendo con detenimiento e interés lo que aquí se cuenta, leo que Timothy Morton habla de ecología y black metal. A partir de un grupo posterior a las primeras oleadas, Wolves in the Throne Room, comenta cómo esta música no está sujeta a los tempos habituales, sino que está concebida para sumergirse en ella. Los sonidos repetitivos y ambientales es como si te introdujeran en la naturaleza, de forma que dejas de pensar en ti, se destruye el ego, y se abre el portal para llegar al hiperobjeto, algo incomprensible, que te sobrepasa, que no se puede explicar, pero sí sentir. 

Juliet Forshaw habla de que el black metal es “una oposición frontal a cualquier idea del orden establecido”. Un sentimiento que enlaza con la idealización de pasados remotos, o fantasiosos, y actitudes fascistas o fascistoides ante los cambios sociales de la globalización, y que su atractivo se halla en la perversidad, su “fascinante depravación”.  También me parece interesante la idea que desliza Claudio Kulesko de que Quorthon, líder de Bathory, grupo padre y señor de los rasgos más frecuentes de este estilo, se percibía como una especie de “canal chamánico a través del cual se expresaban los espíritus y lugares de los ancestros”. Y sobre todo la idea que apuntan Nicola Masciandaro y Reza Negarestani del necromanticismo, una antítesis de vitalismo ante la muerte. 

Es todo lo que, al menos yo, encontraba al quedarme atrapado en los riffs confusos, ruidosos y atmosféricos de esta música. Lo que pasa es que yo siempre, especialmente ahora treinta años después, lo he vivido desde la ficción. Como cuando te fascina el Drácula de Coppola, la olvidada Razas de noche de Clive Baker o la saga de Conan, disfrutas como un enano sumergiéndote en ellas, pero porque te gusta la estética y las narrativas, no porque quieras estar ahí realmente, creas en Crom y quieras tener sepsis en medio cuerpo porque estás en una dimensión a medio camino entre la vida y la muerte. A mí me gusta estar sano, ver el fútbol los domingos y tener muchos amigos. 

Lo que quiero decir con todo esto es que la teorización sobre el black metal, tal y como plantea este volumen, a mí se me va de las manos. Si bien puedo entenderla como análisis de la expresión artística, es más, me parece maravilloso que se haga, pero como forma de posicionarse en el mundo y ante la vida ya me cuesta mucho más pillarle el punto. 

En las últimas líneas, de Clara Ramas, creo que es donde más lucidez hay. Considera que no hay que leer el black metal por sus contenidos o iconografía, sino por su nihilismo, por su conexión con el malestar que fácilmente podemos hallar en el mundo y en la vida. Es una enmienda a la totalidad visceral y salvaje. 

En todo eso estoy completamente de acuerdo, pero sin perder de vista que para mí, al mismo tiempo, representa el éxito de la sociedad occidental. Porque el black metal no está solo, fue prolífico en Escandinavia tanto como el pop de consumo masivo, donde los suecos son líderes mundiales, y hay escenas de música electrónica, garaje, punk rock y psicodelia absolutamente extraordinarias. Es decir, lo que se refleja en el conjunto es que una sociedad culta, libre y acomodada, pudo ofrecer un mosaico muy rico de expresiones a través de la música. Eso es pura riqueza cultural, aunque el academicismo vaya con pies de plomo con todo arte que no es “de prestigio”. Para mí, estos tronaos de las nieves eran genuinos artistas. Si tienes en casa un ejemplar original del Heart of the ages de In The Woods, el Bergtatt de Ulver o el Aspera Hiems Symfonia de Arcturus –por no citar el sota, caballo y rey- para mí no es como si tienes un Picasso, es mejor.

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