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Entrevista

José Blanca: «Hace un siglo, en las ciudades ya se quejaban de que los tomates no sabían a nada»

El profesor e investigador de genética en la Universitat Politècnica de València desmonta prejuicios románticos sobre la historia de este cultivo y critica ciertas leyes europeas que restringen la mejora en muchas variedades que comemos

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Con una mirada atenta en la que la ironía no tarda en aflorar, un verbo tan preciso como campechano y dos hombros que parecen levemente alzados por hilos invisibles que penden del techo, hablar con José Blanca nunca es aburrido. A poco que le des pie, igual te cita a Aristóteles que a los sumerios. Pero, cuando se ciñe al ámbito específico de sus investigaciones, tiene a bien no abrumar con retahílas de tecnicismos, datos o referencias a materias intrincadas. Todo lo contrario. Encadena ideas diáfanas y asequibles. Regala píldoras de historia sobre cosas tan comunes como los tomates que presiden a diario nuestras ensaladas, cuya historia viene reconstruyendo desde su puesto de investigador en Genética en el Instituto de Conservación y Mejora de la Agrodiversidad Valenciana (Comav), integrado en la Ciudad de la Innovación (I) de la Universitat Politècnica de València (UPV). Y si, para aclarar equívocos comunes, tiene que remontarse a los orígenes de la producción hortofrutícola a gran escala, en la Revolución Industrial, o a los primeros Homo sapiens agricultores del Neolítico, lo hace de una forma absolutamente directa.

«Hace diez mil años, en el Neolítico, la población mundial era la equivalente a la actual de Barcelona. Cuando en Sumeria aparecieron las primeras ciudades, hace cinco mil años, la población mundial era la equivalente a la actual de España. Hoy en día, la población mundial es de ocho mil millones de personas. Y, sin embargo, la tasa de hambre es la más baja de la historia. Esto solo ha sido posible, en gran parte, gracias a los fertilizantes de síntesis química y a la mejora genética de los alimentos», dice.

«Los tomates que llamamos tradicionales suelen incluir mejoras aportadas por cientos de investigadores a lo largo del tiempo y, la mayoría provienen de variedades creadas por mejoradores profesionales e importadas de Italia y Estados Unidos desde el siglo XIX», comenta. Por citar más ejemplos chocantes.

José Blanca (València, 1972) imparte clases de Genética de Poblaciones, Genómica de Plantas y Bioética en la Escuela Técnica Superior de Ingeniería Agronómica de la UPV. «Han puesto al malo de la película a dar clases de Bioética», comenta con su fino sentido del humor. El mismo que le ha llevado a ser uno de los divulgadores científicos con más tirón en programas como A ciencia cierta, donde siempre es presentado por su amigo Antonio Rivera, conductor del podcast, con una coletilla que ya parece indisoluble a su persona: «José Blanca, ilustrado y genetista».

Nos recibe en su despacho laboratorio del Comav, donde, últimamente, estudia la historia del tomate y, anteriormente, se ha dedicado a tareas tan curiosas como secuenciar el genoma del calabacín o del melón. Allí constata, día a día, que desde las instituciones, especialmente de las europeas, se vende mucho humo con respecto a cuestiones que para los científicos y los propios agricultores son más que dudosas. Y también, que eso que llamamos tradición es a veces un concepto resbaladizo.

— ¿Existe la alimentación natural?

— Si coges los frutos de árboles silvestres, sí, como cuando éramos cazadores recolectores. Pero la realidad es que, desde los primeros cultivos en el Neolítico, ningún proceso de producción agrícola es natural. Llegas a L'Albufera y te cargas el ecosistema para plantar arroz. Llegas a un lugar donde hay un bosque, te cargas el bosque y plantas encima. Nada de eso es natural. Esto los agricultores lo tienen más claro que nadie. Los que vivimos en la ciudad tendemos a pensar en los alimentos como en algo natural, como algo que ha aparecido de forma espontánea, milagrosa. Pero no es así. Los alimentos son una creación humana. Son artificiales. Y lo digo sin ninguna connotación negativa. Artificial equivale a humano.

— Entonces, ¿no comemos frutas y verduras naturales?

— Todas las especies vegetales que comemos han sido domesticadas. Eso significa que había un antepasado silvestre muy diferente. Para entendernos, sería el mismo proceso que siguieron los lobos en cautividad, transformándose con el paso del tiempo en perros. En el caso del tomate, se trataba de un alimento completamente secundario para los indígenas, domesticado a partir de especies a veces incomestibles, de sabor amargo, de pulpas llenas de pepitas, incluso venenosas. Los españoles lo encontraron en la franja que va desde el norte de Perú hasta el sur de Estados Unidos. Después, lo trajeron a Europa, donde se empezó a cultivar. Y los agricultores —que son muy inteligentes— fueron poco a poco seleccionando alguna planta que tenía frutos más grandes o más sabrosos. Así se llegó a los tomates que había hacia 1850.

— Esos tomates de 1850 serían de muchas variedades diferentes…

— No. De América solo llegaron dos tipos de tomate: unos pequeños que prácticamente solo se usaban como planta decorativa, y otros más grandes que eran todos acostillados (estriados).

— Pero el famoso tomate canario de pera, el tomate valenciano acabado en punta…

— Todo lo que no sea tomate grande acostillado (es el que llegó de América) ha sido creado por un proceso artificial: a veces debido a cruces fortuitos, pero normalmente gracias a 'mejoradores' que trabajaban en empresas de semillas. Estas empresas surgieron en torno a 1850 para vender a los agricultores semillas con garantía de calidad. Posteriormente, a lo largo del siglo XIX, fueron mejorando los cultivos para competir con empresas rivales. Se buscaron frutos más duraderos y más resistentes. Y, en el caso del tomate, esas empresas y esos mejoradores eran principalmente de Italia y de Estados Unidos.

— Pero nos pasamos la vida apelando a los sabores de toda la vida…

— Lo que pasa es que la memoria es muy corta. Y la tradición se inventa (a veces de forma deliberada). Como dijo un miembro del primer parlamento italiano, «ya hemos creado Italia, ahora tenemos que crear a los italianos». Lo cierto es que no sabemos muy bien qué variedades había hace cien o doscientos años en un lugar concreto. Además, cuando decimos de un sabor que es 'el de toda la vida', lo que decimos es que es el de cuando nosotros éramos pequeños. Pero no sabemos con exactitud de dónde vieno, cuánto tiempo llevaba aquí o qué había antes.

— Empresas de Italia y Estados Unidos, decías…

— Sí, empresas que mejoraban las semillas. Los agricultores las compraban porque sabían que esas variedades mejoradas garantizaban cosechas más fiables al año siguiente. Hemos encontrado textos de agrónomos españoles del siglo XIX en los que se quejaban de que no había industria de mejora en nuestro país y de que todas las semillas venían de fuera. También hemos hallado publicidad del tomate canario de principios del siglo XX, donde se destacaba que procedían de «semillas importadas de Estados Unidos». En cuanto al tomate valenciano, tampoco hay constancia de tomates acabados en punta hasta principios del siglo XX y también en Estados Unidos.

— ¿Por qué esos dos países, precisamente?

— Hay que aclarar que el tomate, a su llegada a Europa, apenas se consumía. Al contrario que el maíz, que tenía muchas calorías y enseguida se expandió (y al que rápidamente se le grabaron impuestos). El tomate solo se consumió hasta el siglo XX en Italia y en España. Y siempre fue un cultivo para autoconsumo. Era comida de pobres. Los ricos y los reyes no lo tomaban, porque los médicos les decían que era un alimento insano. Bueno, de hecho, los médicos recomendaban a los reyes que no tomaran fruta ni verdura, que eran perjudiciales [se ríe]. Lo que pasa es que llegó la Revolución Industrial, la producción agrícola se industrializó y, en Italia, se empezó a producir salsa de tomate en conserva a gran escala, igual que, en USA, Heinz creó la industria del ketchup y Campbell, la de las sopas de tomate. Pero el tomate en fresco no se consumió de forma generalizada en Europa y América hasta principios del siglo pasado.

— Pero entonces triunfó…

— No, al contrario: la gente de las ciudades empezó a quejarse de que los tomates en fresco no sabían a nada. Que estaban más buenas las conservas… Lo cual, si lo piensas, es gracioso porque, casi desde el principio, la gente ya se quejaba de lo mismo que nos quejamos hoy en día.

— ¿Y cuál era el problema?

— El mismo que ahora: que para que la producción no se pudriera antes de llegar a las ciudades, los supermercados recogían los frutos verdes. Por eso, los tomates, y la fruta y la verdura en general siempre han sido bastante insípidos en los supermercados: no porque no se hayan mejorado los cultivos gracias a la mejora genética, sino porque no se toman los frutos en su punto de madurez. Hace poco di una charla en Catarroja, y un agricultor me decía que sus propias naranjas, recién cogidas del árbol cuando toca, están buenísimas, pero las que vende a los supermercados, que son las mismas, están malas. Eso es porque están recolectadas antes de tiempo. Es el precio que tenemos que pagar para que llegue suficiente alimento a las ciudades para alimentarnos.

— Pero todos hemos probado esos tomates de antes que sabían a gloria…

— Sí, pero porque estaban recién cogidos del huerto. Hoy en día también hay tomates buenísimos. Los mismos de las variedades de los supermercados, si maduran en la mata, están magníficos. Pero entonces ya hablamos de productos gourmet, que también tienen su mercado, aunque hay que estar dispuesto a pagar un precio mucho más elevado. El caqui de antes, por ejemplo, se podía vender en muy poco tiempo, porque tú cogías el caqui de antes y enseguida se estropeaba. Eso provocaba muchas pérdidas para los agricultores, lo cual hacía que se encareciera el producto. Si quieres hacerlo más barato, necesitas tener un caqui como el de hoy en día, que se puede coger verde del árbol y luego se madura cuando se vende.

— Cuando hablas de mejora, ¿te refieres a mejora genética?

— Bueno, en el siglo XIX había mejoradores, a secas, que cruzaban diferentes variedades para conseguir frutos más duraderos, o, por ejemplo, con la piel lisa y dura para que no anidaran los hongos y los tomates no se echaran a perder en el trayecto a las grandes ciudades. El tomate liso estándar que hoy en día conocemos nació gracias a los mejoradores que trabajaban para crear tomates aptos para ser transportados de Florida o California a ciudades del norte como Chicago o Nueva York. Lo que pasa es que, en 1900, se redescubren las Leyes de Mendel y los mejoradores se dan cuenta de que la genética acelera el proceso de mejora de las variedades. Da lo mismo que una planta silvestre esté amarga: si es más resistente a las plagas y tú puedes trasladar esos genes concretos a la especie cultivada, la has mejorado. Es entonces cuando los mejoradores se convierten en mejoradores genéticos.

— Los cruces son buenos, entonces…

— En genética, el cruce entre variedades distintas es una herramienta para mejorar una variedad concreta. Pasa lo mismo con los humanos que con los vegetales. Durante el siglo XX se mejoran muchísimo los cultivos, principalmente porque se cruzan variedades cultivadas con especies silvestres o con variedades de otros lugares, para incrementar la diversidad genética y para seleccionar genes de interés. Esto lleva a una mejora en la productividad agrícola.

— Pero los ecologistas dicen que la agricultura industrial ha disminuido la diversidad genética de los cultivos…

— Y muchos científicos también lo creen. Esto se debe a que la intuición de que antes las cosas eran más naturales y más saludables es muy fuerte. Pero si miras los resultados, si comparas secuencias de genomas, la realidad es que no. Hay mucha más diversidad ahora. Es un hecho.

— ¿Y después de los mejoradores?

— En los años setenta se desarrolla la tecnología de ingeniería genética y esto ha influido todavía más en la mejora. Pero no de la manera que la gente piensa. La gente siempre cree que esto solo atañe a los transgénicos (que ahora están limitados por las leyes), pero la ingeniería genética se ha usado para hacer análisis genético de las especies, localizar genes... Y esto, con las mejoras increíbles que ha habido en secuenciación, ha llevado a acelerar de nuevo el proceso de mejora de las frutas y las verduras.

— De ahí viene esa frase que tú has utilizado tantas veces: «En un tomate hay tanta tecnología como en un Iphone».

— Los tomates son objetos tecnológicos, el trigo es un objeto tecnológico, el maíz es un objeto tecnológico. Pero es que, como estamos diciendo, en el siglo XIX ya había profesionales que eran conscientes de que con el tomate y con otros cultivos estaban haciendo tecnología.

— En ese caso, limitar la tecnología no es muy inteligente…

— La ingeniería genética está muy restringida por las leyes de la Unión Europea, donde se ha llegado al absurdo de prohibir 'toda tecnología futura' de modificación genética. No solo los transgénicos, que es lo que la gente suele creer. Se prohíbe cualquier tecnología que no pase por cruzar las plantas de una forma 'natural' (cuando esto en sí mismo es un concepto engañoso). Con lo cual, se da la paradoja de que una tecnología que salió después, que es la tecnología Crispr (que, por cierto, se desarrolló a partir de los descubrimientos de un investigador de Alicante, Francis Mojica), está prohibida. Sin embargo, sí se iten otras técnicas como la mutagénesis, que era anterior a la ley. Y esto es un disparate, porque la mutagénesis química o física, que es legal, muta cientos de genes al azar, mientras que Crispr, que es ilegal, permite mutar un solo gen y permite hacer tomates con más vitaminas, con más sabor y con cualquier otro objetivo explícito de mejora que te propongas. Es una tecnología mucho más precisa. Pero las leyes europeas la prohíben, cuando en USA o China sí está permitida. El problema es que, una vez mejorado el fruto, es indistinguible del resto. Con lo que en Europa puede que acabemos comiendo productos importados que han sido mejorados con tecnologías que aquí están prohibidas.

— Vaya disparate, ¿no?

— Mira, en Córdoba hay un investigador que ha creado trigo sin gluten, una variedad de trigo apta para celíacos. Pero lo ha hecho con Crispr y, por lo tanto, no se podrá consumir en Europa. A pesar de que se ha hecho en una institución de investigación pública, con dinero público. Y a pesar de que se ha hecho aquí. Si se consume, se consumirá en Estados Unidos o en China, pero en Europa no. Porque la cuestión es que lo que se prohíbe no es el producto, es la herramienta. Es como prohibir el martillo porque puedes liarte a martillazos con alguien en la calle. Pero, hombre, por favor, si el martillo bien utilizado puede servir para hacer muebles y mejorarnos la vida…

— ¿Es cuestión de mala intención por parte de los legisladores?

— Para nada. Yo estoy seguro de que los que hacen esas leyes tienen la mejor de las intenciones. Lo que pasa es que no han profundizado: no se han preocupado ni mínimamente por saber cómo funciona la agricultura desde hace siglos y cómo producen los agricultores los alimentos. Más bien, se basan en intuiciones románticas. Y cuando uno convierte la intuición de lo natural en una ley que se supone que tiene que guiar un sistema alimentario que es muy complejo, y que ha sido creado por el esfuerzo de mucha gente y que involucra el uso de una gran tecnología, pues… pasa lo que pasa.

— Entonces, ¿qué sucede con el concepto de agricultura ecológica?

— Mira, en Sri Lanka decidieron, en 2021, pasar de golpe toda la agricultura del país a agricultura ecológica. Y resulta que, en solo dos años, se dispararon las tasas de hambre. La gente acabó saliendo a la calle a derrocar a sus dirigentes. Porque lo que pasa es que la agricultura ecológica es mucho menos productiva. Con lo cual, para hacer la misma cantidad se necesitaría arrasar muchos más bosques. Además [esto no se suele contar], la agricultura ecológica utiliza pesticidas, pesticidas naturales, que muchas veces son más perjudiciales para el medioambiente que los de síntesis química. Ya pasó con la rotenona, que era natural, pero extraordinariamente tóxica: mataba a todos los peces cuando llegaba a los ríos. Mucho más tóxica que cualquier pesticida de síntesis química. Pero, como era natural, estuvo permitida en la Unión Europea durante mucho tiempo en agricultura ecológica. Menos mal que, al final, se han dado cuenta y la han prohibido.

— ¿Son menos perjudiciales los abonos de síntesis química?

— En unos casos sí y en otros no. Aunque lo que de verdad es perjudicial es el uso de mucho fertilizante, porque va a parar a los ríos, a los lagos y a los mares y destruye los ecosistemas. Pero sin fertilizantes no podríamos alimentar a toda la población del planeta. Gracias a ellos se multiplicó la producción alimentaria sin aumentar la superficie de cultivo. En la misma superficie que en los años cincuenta ahora se recolecta seis veces más maíz. De hecho, en cuanto salieron los fertilizantes nitrogenados, a mitad del siglo pasado, la población mundial se disparó y las tasas de hambre y de mortalidad infantil se desplomaron. Esto es así.  Es otro de los precios que tenemos que pagar para alimentarnos todos los días los ocho mil millones de seres humanos que somos en la actualidad.

— No a todo el mundo le gustará que les cuentes estas cosas…

— En los pueblos lo entienden mejor, porque saben más de agricultura. Pero, cuando doy conferencias o cursos en las ciudades, la gente sí se enfada, y mucho. A veces pienso que explicar lo que dice la ciencia es una batalla perdida, porque lo emocional manda; y, a nivel emocional, son mucho más poderosos conceptos como 'lo tradicional' o 'lo natural' que ideas antipáticas como 'manipulación', 'artificial' o 'química'. Es normal que un mundo que disfruta de las ventajas del progreso industrial añore la Arcadia perdida. Una Arcadia que nunca existió, pero que habita en los corazones de quienes se pasan medio día en el atasco o embutidos en el metro y que luego se comen un tomate insípido del supermercado. Nunca vivieron en la Arcadia, porque nunca existió, pero eso no hace que la añoranza sea menos real.

—Pero los valores ecológicos sí son deseables…

—Es que yo coincido absolutamente con esos valores. En lo que no coincido es en la forma que tienen de tratar de conseguir que la agricultura sea mejor para las personas y para el medioambiente. Yo era de Greenpeace y abominaba de los transgénicos y todo eso, hasta que fui comprendiendo cómo funcionaban las cosas. Y es que a la realidad le dan lo mismo tus valores. Uno puede desear que producir con abono que no sea de síntesis química haga que el medioambiente esté mejor. Pero eso dependerá de si, realmente, no utilizar abonos de síntesis química mejora el medioambiente o no. Coincido en el destino al que quieren llegar los defensores de la agricultura ecológica. El problema es que están completamente equivocados en el camino a seguir.

—¿En qué sentido?

—Están guiados por la ideología. Ese es el problema.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 125 (abril 2025) de la revista Plaza

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