VALÈNCIA. La adaptación de El eternauta, legendario título argentino y obra fundamental de la historia del cómic, ha llegado a Netflix. En un momento en que el gobierno del indescriptible Milei ataca sin compasión al cine de su país y retira todos los apoyos a la industria, el éxito de la serie, no solo en Argentina, realizada por un equipo técnico y artístico enteramente autóctono, tiene un gran significado, aunque esté pagada por Netflix. Y no deja de ser convenientemente simbólico que venga de la mano de un héroe viajero del tiempo que a lo largo de su trayectoria ha logrado reflejar y contar al mundo cosas muy relevantes de la cultura e historia argentinas.
El cómic, creado por el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López, nació como historieta semanal en 1957 en las páginas de Hora Cero, donde se publicó hasta 1959. A partir de ese momento tuvo varias secuelas y reediciones, tanto por parte de sus autores, como por otros guionistas y dibujantes, siendo la más famosa la versión de 1969, del propio Oesterheld con dibujos del gran Alberto Breccia. En el terreno audiovisual ha habido varios intentos infructuosos de adaptación a televisión y cine, entre los que destaca el proyecto de Lucrecia Martel. Nos hubiera encantado ver esa película y la mirada de la cineasta sobre esta historia de ciencia ficción.
La serie, creada y dirigida por Bruno Stagnaro, trae la acción al momento actual, una decisión totalmente coherente con el espíritu de la obra original, que, a través de la ciencia ficción, quería hablar de su presente. Además, pandemias y apagones nos han acostumbrado a algunas cosas, haciendo mucho más verosímil el argumento. Por ejemplo, la utilidad de tecnologías antiguas, supuestamente obsoletas (radios a pilas, estaciones de radioaficionados, coches antiguos) porque las actuales dejan de funcionar. Obviamente, hay algunos cambios en personajes y situaciones, siendo el más llamativo, porque va al meollo de la historia, cierta pérdida de coralidad para dar más relevancia al personaje central. En ello tiene todo que ver que si tu protagonista es el gran Ricardo Darín, uno de los mejores actores del mundo y argentino universal, le das mucha cancha para garantizar la atención del público.
Eso tiene sentido, pero entra en conflicto con una de las ideas centrales del cómic, el protagonismo colectivo: solo nos podemos salvar actuando como una comunidad, no individualmente. Es cierto que algo de eso está en la serie, ahora volveremos a ello, pero también es verdad que el personaje de Darín está en casi todas las secuencias, cuando en el cómic a veces no tiene ninguna relevancia en la acción.
Reconozco que, al principio, me costó un poco entrar en la serie. Y eso es porque me resultan inverosímiles y muy forzadas las reacciones de los personajes, en un sentido: desde el minuto uno están enfrentándose entre sí y desconfiando de cualquiera, aunque sea el vecino al que conoces de toda la vida o tu amigo del alma. No han pasado ni unas horas de lanevada mortal, que aniquila a cualquiera que le pille debajo, y ya está todo el mundo atacándose. Escala rapidísimo el enfrentamiento, de forma abrupta y hosca. Y muy masculina. Los tres primeros capítulos son una sucesión de estos enfrentamientos y de la suspicacia, y no han pasado ni 48 horas desde los hechos. Sé que está de moda el malismo y que aquello de 'el hombre es un lobo contra el hombre' a mucha gente le parece el colmo del realismo. Pero no. Precisamente, pandemias y apagones han venido a constatar nuestra capacidad para la cooperación y la solidaridad. Y es que sin eso, sin cooperación y solidaridad, no hubiéramos sobrevivido como especie. Nadie se salva solo. Así que, menos lobos, que tan realista es enfrentarse al vecino o saquear un supermercado como cooperar con él y compartir los víveres para sobrevivir en el caos.
Solo cuando aparece el enemigo común, al final del tercer capítulo, comienza a desarrollarse la idea de comunidad, de resistencia en grupo. Y se nota mucho: a partir de ahí la serie gana en ritmo e interés. Incluso visualmente se hace más relevante. Me explico. Narrativa y estéticamente la serie es convencional. Quizá funcional sería la palabra adecuada, en dos sentidos: funciona, es entretenida, es innegable, y no se detiene en nada que no tenga utilidad en el argumento. Y esa es una carencia. Echo mucho en falta imágenes potentes, planos que no se olviden; a veces vendría bien que se parara un poco la cámara y dejara reposar algunas imágenes, dotándolas de peso y gravedad, para que permanezcan en nuestro memoria. Para entendernos, es eso que The last of us nos ofrece todo el rato.
Por lo demás, los actores cumplen a la perfección, como es habitual en los intérpretes argentinos, los efectos especiales y la dirección artistica están muy bien y ver un Buenos Aires gris, sepultado por la nieve tiene su potencia, además de ofrecer paisajes inéditos en el género de ciencia ficción, lo cual es un valor: no todo pasa en Estados Unidos. Pero me falta cierta ambición estética, menos centrada en lo funcional; le hubiera venido bien a la serie.
Cartel de la serie intervenido en Buenos Aires con la denuncia de la desaparición y asesinato de Oesterheld y sus hijas
Por cierto. Oesterheld y cuatro de sus hijas forman parte de los miles de desaparecidos y asesinados que dejó la dictadura militar. Su muerte en 1977 le convirtió en símbolo y acrecentó la leyenda de El eternauta. Ahora, con la serie, se ha vuelto a recordar su figura y su final, y la muy conocida imagen del cómic con el recuerdo de su autor se propaga por las redes y las calles, con un claro sentido de resistencia y reivindicación contra el gobierno ultra de Milei. Parece que no han acabado los viajes en el tiempo del protagonista y aún tiene mucho qué hacer en nuestro mundo de 2025.
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