VALÈNCIA. Hace dos años nos sorprendió gratamente la aparición de The Newsreader, una serie australiana sobre los presentadores y reporteros de un informativo de televisión. Ahora acaba de terminar en su tercera temporada, ya que siempre fue concebida como una narración en tres actos.
En el primero, se planteaba la clásica jerarquía de una redacción. Presentaba el informativo un hombre con canas, para reflejar experiencia, secundado por una bella mujer. Los reporteros de abajo se morían de ambición por trepar y los de arriba tenían discusiones constantes sobre el contenido, si dar algo profundo que sirva al prestigio de los periodistas o algo que sume audiencias y sirva al prestigio de los editores y los resultados de la empresa.
En la segunda, se profundizaba en tono melodramático en los problemas de los años 80, tales como la homofobia, el machismo y la drogadicción, entre otros. La diferencia con otros productos convencionales que tiran también de recreación de época pasaba porque aquí los guiones de Michael Lucas eran soberbios. Nada concluía como aparentemente parecía que iba a terminar y eso era aire fresco en el sobresaturado mercado de las series.
En esa segunda temporada, ya se ponía en el foco un tema principal: la ambición. No era un guión inocente ni superficial, sabía llegar muy lejos. Ocurre en muchos gremios, pero en los periodistas más: es frecuente que los profesionales condicionen su vida personal e incluso afectiva y a veces hasta sexual por sus intereses, por medrar. Mientras otras series de periodistas se centran en presentárnoslos como superhéroes que realizan proezas informativas, aquí se mostraba más su lado oscuro.

En la tercera y última, se cierran todas las tramas con un final que pone a cada uno en su sitio. El desenlace no ocupa más de tres o cinco minutos, por lo que lo interesante son las seis horas que nos conducen hasta ahí, donde, de nuevo, se enseña la miseria de los egos periodísticos. El mensaje que se entrega esta vez es una verdad que muchos olvidan, la información es un trabajo colectivo, tanto en su obtención como en su elaboración, pero los grandes méritos suelen recaer sobre pocas personas.
Hay, concretamente, una escena que sucede constantemente en la empresa periodística. En este caso, Helen Norville, la presentadora de éxito, enfrentada a su equipo de producción, pide por favor a Noele Kim que acuda a trabajar un festivo en el que está con su familia, con su hija recién nacida, con la promesa de que van a producirse cambios por arriba. En el entorno de la televisión y las productoras, cuando se necesita algo, se pueden arrastrar por ti con todo tipo de voces acarameladas y promesas, pero una vez satisfecho el apetito, es fácil volverse invisible y el que tiene que arrastrarse tras ellos de nuevo pasa a ser el trabajador.
Lo que para mi gusto falla en la serie, y no siga leyendo si no quiere que le destripe nada del final, es que contraviniendo el espíritu de los diecisiete capítulos anteriores el remate final es aleccionador, positivo y un happy end. Al final triunfa el talento por encima del intrusismo de los jefazos en la información. La meritocracia sitúa a cada uno en su sitio y los más desnortados encuentran su verdadera vocación. Supongo que acabar con Noele regentando una tienda, Helen con una columna en una revista del corazón y Dale emigrando a Barcelona para ser profesor de inglés, habría sido demasiado oscuro, pero la gran empresa mediática escupe así a los inadaptados, no los promociona.
Lo más relevante en este final es el destino de Dale Jennings. Toda esta última temporada narra su descenso a los infiernos del ego. Empieza recibiendo un prestigioso premio que le corona como rey de las noticias, pero diversas situaciones no buscadas le empiezan a minar la confianza. Primero, la homofobia. En la sociedad australiana del momento no puede salir del armario y se ve obligado a fingir relaciones con mujeres para “parecer menos marica” -le acusan con esas mismas palabras.
Luego, le imitan en un programa de unos humoristas al más puro estilo Martes y 13. Este tipo de parodias que congregaban audiencias bestiales en los 80 y tenían el prestigio por las nubes, en realidad eran especialmente crueles. Suponían exponer a una persona a una burla a menudo caprichosa y desproporcionada. En España, hubo casos de artistas que vieron su carrera ir cuesta abajo desde el momento en el que se produjo la parodia de marras.
Aquí a Dale le ocurre lo mismo, sumado a las cintas con entrevistas de estudios de audiencias con lo que el público opina de él. Cada semana recibe un hiriente que le tortura y, en un ejercicio masoquista, no puede parar de escucharlas. El desequilibrio en su vida llega a tal punto que empieza a estar dominado por el alcohol y la cocaína. Nada que no se haya visto al menos una vez en cualquier plató desde que existe la televisión.

La otra cara de la moneda es Helen, en su caso, su ambición periodística y su carácter se relaciona con la patología mental, con el trastorno límite de la personalidad. Problemas que en el entorno extremadamente competitivo y exigente de los medios del siglo XX podían pasar desapercibidos.
No hay nada de dulzura en el trato que el guión da a los personajes. Se muestran muy bien las miserias de quienes ambicionan el éxito a cualquier precio, algo que siempre suele proceder de una necesidad compensatoria. También la indiferencia de la felicidad por la desgracia y la tendencia a tratar a los subordinados como meros peones cuando no siempre son tan sustituibles como la jerarquía parece mostrar.
Mientras tanto, desfilan las grandes noticias del final de la década de los 80. El Apartheid, la masacre de Tiananmen o la caída del Muro de Berlín. Se juega muy bien con el espectador, que sabe lo que va a pasar en ambos casos, y las decisiones de los editores de no gastar cubriendo historias que creen que no van a llegar muy lejos.
Y todo con una fotografía excepcional que, como explicamos, ha utilizado objetivos PVintage. Además, cuenta con una banda sonora de época y un vestuario cuidadosamente recogido en mercadillos de segunda mano. Buena parte del placer de ver esta serie venía de estos aspectos formales.
Ahora solo queda llorar su final. Como tantas series australianas (Please like me o Upright) nadie la esperaba y ha sido una verdadera sorpresa. Explotaba la nostalgia a punta pala, pero nunca se ha dejado llevar por la tentación de recurrir a clichés y efectismos que el público general esperaría encontrar en una historia así para reafirmar sus prejuicios y darle esa satisfacción: El recurso más barato, pero rentable, de la ficción.
