VALÈNCIA. Cuando Elia Kazan adaptó al cine en 1951 el drama teatral Un tranvía llamado deseo, edulcoró la obra original de Tennessee Williams para evitar un encontronazo con la censura. El Código Hays venía imponiendo su moralina desde los años treinta y aspectos del texto original como las alusiones a la homosexualidad del antiguo marido de Blanche DuBois y la violencia entre Stanley Kowalski y su cuñada hubieron de ser eliminadas. El Teatro Olympia ha programado del 5 al 8 de junio una versión del clásico a cargo de David Serrano en el que cuenta como protagonistas con Pablo Derqui y Nathalie Poza. El catalán encarna el espíritu voraz y despiadado del capitalismo más individualista en este clásico donde se incide en la brutalidad masculina, el deseo reprimido y la fragilidad mental.
- Un tranvía llamado deseo es una obra de teatro sobre los límites entre la ilusión y el realismo que define el teatro de los años 40, ¿cómo se extrapola los conceptos que subyacen en la trama al presente?
- Esa es una de las tensiones que caracterizan al ser humano a lo largo de la historia, quizás más en la historia moderna, desde la industrialización. La irrupción del capitalismo y la producción en masa provocan un contraste entre esas dos pulsiones: la trascendente del ser humano y la inmanente del individualismo. Yo diría que estamos viviendo una paradoja, por un lado, poderes políticos cada vez más enraizados en el capital y, por otro, los ideales. Se nos infla la boca con la igualdad y los derechos humanos mientras vemos cómo se vulneran sin ningún tipo de control. A ver cuándo despertamos.
- ¿Por qué resulta tan impactante ahora como cuando se estrenó hace ya más de 75 años?
- Lo que resulta impactante es ver que hace 75 años nuestros anhelos, nuestras dudas y crisis sobre nuestro lugar en sociedad, ya estaban vigentes. Darte cuenta de que nuestros abuelos estaban viviendo lo mismo, si bien el contexto histórico era otro. Cuando se estrenó Un tranvía llamado deseo fue una obra contemporánea. Ahora la vemos con cierto regusto histórico, desde un punto de vista museístico, pero se estrenó justo después de acabarse la Segunda Guerra Mundial, en un momento muy particular de expansión y crecimiento, sobre todo en la sociedad norteamericana, donde se añade cierto autoengaño: el de si quiero, puedo, que es lo que encarna Kowalski. Es impactante ver que las cosas no han cambiado. Ahora parece que estemos al borde de una tercera guerra mundial, que la historia se repite.
- ¿Impone medirse no con tus antecesores en las tablas, sino con el que encarnó a Stanley Kowalski en el cine, Marlon Brando?
- Es una oportunidad de transitar un personaje que ya inmortalizó un actor brillante. Brando personifica la aparición del actor moderno, relajado, cercano, conectado a sí mismo. Los De Niro, Pacino, son sus hijos. Así que lo veo más como una oportunidad que como una presión. Todos los personajes me imponen. Es un peldaño más en ponerme en tesituras que no sé si superaré.

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- Foto: ELENA G. GRAIÑO
- ¿Luces como él camiseta blanca de tirantes?
- Ya lo veréis en la obra... En Nueva Orleans hace un calor asfixiante. De hecho, es un personaje más. Tennessee Williams lo menciona muchas veces en boca de los personajes. A este respecto, Kowalski dice que siempre hay que estar cómodo, y esas camisetas son ropa de estar por casa.
- ¿Cuánta de la toxicidad de Kowalski proviene de su complejo de inferioridad?
- Las grietas, los claroscuros y fragilidades del personaje son lo que lo humanizan. Son esas cosas que facilitan que los espectadores empaticen. Quiero entender que esos arranques violentos son debido a que se siente herido, la irrupción de Blanche en su cotidianeidad le hace sentir inferior y atacado. Él es un hombre hecho a sí mismo, hijo de inmigrantes, trabajador, currante, pero no tiene estudios, mientras que ella es una profesora de literatura. Por eso saca las zarpas y muerde.
- Kowalski es un inmigrante polaco que reivindica su derecho a ser estadounidense. ¿Qué lectura se extrae del personaje en la era Trump?
- Imagínate. Creo que Trump no conoce la obra. Los inmigrantes son los que, precisamente, han construido Estados unidos. Es de una miopía intelectual increíble echar a los inmigrantes hoy en día. Es gente que va a trabajar, a construir el país y a hacerlo más grande, rico y prolífico. Es curioso que Kowalski sea más estadounidense que los estadounidenses cuando se trata de un inmigrante polaco que se ha hecho a sí mismo. Eso sucede mucho. No solo en Estados Unidos, también en España. A veces, el inmigrante ya establecido acaba simpatizando con partidos más de derechas que limitan la inmigración. Sienten que han adquirido un privilegio, un estatus que no quieren perder ni compartir con nadie, y empiezan a votar a gente que no les hubiera dejado entrar en el país.

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- Foto: ELENA G. GRAIÑO
- Nathalie Poza ha definido este montaje como “una obra que habla de la muerte de la poesía, de que adolecemos de compasión”, ¿lo suscribes?
- Por supuesto. Su personaje, Blanche, encarna un pasado que fue, anhela la poesía y enarbola la bandera de la ternura. Él, en cambio, es lo prosaico, el capitalismo… No tolera las debilidades. Williams pone en el foco en una persona frágil, desubicada, necesitada de afecto, que busca la amabilidad de los extraños, y choca con la implacabilidad del presente y la falta de compasión, que encarna Kowalski.
- ¿Qué te inspira la famosa frase de Blanche “confío en la amabilidad de los extraños”?
- Es alguien que necesita tanto de la caricia como del afecto del otro. Le es indiferente que sea una persona u otra, ansía protección, cobijo. Es lo que decía Arthur Miller de obra, que le encantaba, Un tranvía llamado deseo es un grito desgarrado de dolor.
- ¿Hay alguna de tu personaje que te haya calado así de hondo?
- Stanley es una persona burda, escueta en palabras. No es que tenga un verbo grácil y desarrollado, así que sus réplicas son más directas por adolecer de capacidad lingüística. Se hace querible con eso de que siempre tenga un amigo que trabaja en una joyería, que sea abogado, que comercie con un tipo de género… Eso es gracioso, esa manera callejera de vivir, de ser un superviviente.
- Estás acostumbrado a interpretar a tiranos y a poderosos, como Calígula, ¿cómo cambia el cuento cuando la toxicidad procede de una persona que ejerce poder únicamente en su propia hogar y no en el de todos?
- Siempre me ciño a una escala humana. No puedes interpretar a un personaje pensando en cuestiones políticas. Ya lo decía Aristóteles: los hombres somos animales políticos y los somos ya en casa, porque hemos de tomar una decisión u otra, interpretar cosas y tomar partido. Si a uno lo vistes de rey y le pones un séquito detrás y un castillo tiene una dimensión a la que luego el espectador le da sentido, pero a la hora de interpretarlo, cuanto más íntimo y personal, mejor, porque se hace más genuino.
- Después de dar vida al rey Enrique IV de Castilla -una persona aficionada al mundo del arte, la canción y la lectura-, en la serie Isabel, ahora has interpretado en Su Majestad a uno actual, mujeriego y corrupto. ¿En qué medida son los monarcas un retrato de su pueblo?
- Enrique no era un retrato de su pueblo, por eso, quizás, lo machacaron vivo y acabaron con él entre intrigas palaciegas. Por eso no duró mucho. A veces perdemos de vista que el pueblo es el que decide, así que tenemos un poco lo que nos merecemos. Estamos manteniendo ciertas instancias y estamentos políticos porque tienen un valor histórico y pensamos que tienen sentido. Yo soy bastante crítico con la monarquía, me parece anacrónica, no es un estamento que deba ser reflejo de la sociedad en la que vivimos. Entiendo que tengamos necesidad de una institución aglutinadora dentro de nuestra democracia parlamentaria, pero hay otras posibilidades, no tiene por qué ser algo de la Edad Media, cuyo origen se considera que es por designación divina. Así que quizás sí es reflejo del país en el que vivimos, porque todavía no está intelectualmente desarrollado y emancipado para tener cierta responsabilidad sobre sí mismo. Y necesitamos ciertos papás que nos amparen y nos digan que todo está bien. Me parece obsoleto, pero lo respeto.

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- Foto: ELENA G. GRAIÑO