Libros y cómic

Belén Gopegui: "La humanidad no es un valor cuantitativo"

La escritora aborda en su última novela, 'Te siguen', los límites de los sistemas de control y datos

  • Belén Gopegui, en una foto de archivo.

VALÈNCIA. Nos vigilan por defecto y renuncia. Cedemos nuestros datos y nuestras esperanzas a algoritmos que nos convierten en una mera estadística. Pero hay lugares a los que no llegan, escondites de humanidad que aún se les escapan. Esos lugares son el gran tesoro que persiguen algunos de los personajes de la nueva novela de Belén Gopegui, Te siguen (Random House, 2025); otros lo señalan como la grieta por la que escapar de los derrotismos que asolan el presente.

Siempre comprometida con el presente y con el papel de la literatura como motor del futuro, Gopegui presenta otra historia coral y compleja. Para desgranar algunos de sus pilares, contestó las preguntas de Plaza.

—El poder es un valor que otorgamos subjetivamente, y las creaciones artísticas tienen la capacidad de restar o sumar ese poder. ¿En esta novela hay intención de restarlo a quien sentimos que lo tiene?

—A mí me gusta mucho cuando el filósofo Günther Anders dice que somos utópicos invertidos, que el utópico es capaz de imaginar cosas que no puede hacer y que nosotros (por hablar de la especie humana) no somos capaces de imaginar a cuántas personas puede matar una bomba atómica. Él lo dice en ese sentido, pero yo lo pienso también en el contrario: a veces no somos capaces de imaginar todo el poder que tenemos y lo que podemos hacer.

También quería imaginar lo chapucero que es quien de verdad parece que tiene mucho poder.  Las estructuras, las corporaciones, incluso las personas al mando, son a menudo tan chapuceras como cualquiera —o incluso más, por la precipitación, el acelere, el desconocimiento…

—En la novela hay una pregunta que se repite: "¿Por qué siguen? ¿Por qué insisten?" Me hace gracia porque los personajes parecen dar por supuesto que lo obvio sería no seguir. Muchos militantes nos preguntamos también eso, por qué seguir, pero cuando lo lees escrito en papel, te confronta y produce casi el efecto contrario, ¿cómo no voy a seguir?
— En el otro lado esa pregunta incomoda mucho. El poder no busca simplemente reprimir y ya está; quiere dejar a la persona destrozada y que todo termine ahí. Pero incluso cuando eso sucede, hay personas a su alrededor que no aceptan lo que ha pasado; muchas personas destrozadas y cansadas tienen la capacidad de recomponerse y seguir. 

Como bien dices, desde el lado militante, la pregunta no es "¿por qué sigo?" sino "¿cómo no voy a seguir?". La propia insolencia de la pregunta demuestra que es necesaria para el poder, porque realmente no lo entiende. Desde un punto de vista de cálculo —sobre todo a corto plazo—, esa perseverancia no es comprensible.

—Hay tres capas narrativas en la novela (Casilda y Jonás, Minerva y León, y el IG3) con tres marcos de valores en cada una de ellas. ¿En cuál se pierde la humanidad?
— Este IG3 —que no se sabe bien si es un grupo inteligente, una inteligencia generativa o qué es exactamente—, no tiene nombre, y sería quizá el espacio donde se ha perdido la humanidad. Pero no creo que sea tan simple. Hay momentos en la vida en los que cualquier persona siente que ha perdido su humanidad; en un gesto, en una acción que no entiende, en una mirada. Y, al revés, en grandes estructuras a veces aparecen personas que dicen: “No quiero formar parte de esto, al menos no así”. No creo que la humanidad sea un valor cuantitativo.

—Cuando se habla del amor, se rompe la narrativa de las luchas de poder, de los asedios, y se genera un cierto extrañamiento en el lector. ¿Por qué era importante que estuviera tan presente y de forma tan literaria?
—Porque creo que las cosas no están separadas. Las personas que están envueltas en una historia de amor también pueden estar implicadas en una situación militante o de contradicción; o incluso ser un empleado dócil que, sin embargo, se ve atravesado por el amor. 

A veces me preguntan si esta novela es una distopía o un thriller, y yo respondo que es una novela. No es una distopía porque sucede en el presente (aunque pueda haber elementos que se asocien a lo distópico); pero es una novela de personajes, y a los personajes también los atraviesa el amor.

Siempre recurro a la segunda parte de la famosa frase de Stendhal de que la política es como un pistoletazo en un concierto: más adelante añade que “hay que hablar de cosas fuertes y vulgares porque tienen por teatro el corazón de los personajes”. Lo que nos pasa ocurre en nuestro sistema de pensamiento emocional y racional, todo mezclado. 

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— ¿Y hasta qué punto eso tiene un impacto en la novela? Tú planteas que, a pesar de todos los sistemas de vigilancia, el amor es tan imprevisible y tan complejo que no se pueden atrapar.
— A lo largo de la novela hay distintas formas de amor. Por ejemplo, hay una escena de Jonás con su abuela que, para mí, también es amor. No tiene por qué limitarse a una relación romántica. Pero eso es precisamente lo que buscan controlar: lo que los modelos actuales —que no son espías como los de la novela, sino algoritmos, redes neuronales, sistemas que solo valoran datos cuantificables— no pueden alcanzar. Porque el amor es muy difícil de medir. ¿Cómo mides cuánto te quiero? Como los niños cuando contestan “de aquí a la luna”; no hay forma de medirlo.

Lo colectivo también es otra zona donde hay amor y donde, igualmente, es muy difícil medir. Recuerdo un estudio sobre el fracaso escolar en un barrio donde se usaron algoritmos para analizar variables como ausencias, partes disciplinarios, ingresos familiares —cuánto, cuánto, cuánto. Pero no supieron mirar lo cualitativo: a lo mejor en un barrio había una asociación de vecinos, un polideportivo que aunque estaba en mal estado lo habían arreglado entre varias familias, y en otro, no. ¿Cómo mides eso? ¿Cómo cuantificas que esos vínculos sociales forman parte del entramado? Por eso creo que todo lo difícil de medir suele ser muy interesante.

—En el mundo literario suele flotar la idea romántica del escritor que caza historias en la calle. Pero leyendo este libro, creo que tus coordenadas son diferentes: ¿cuánto le debe tu literatura a aquello que te concierne desde la militancia, desde lo que te emociona en positivo?
—Muchísimo. En parte soy quien soy por haber conocido esos espacios. Si no los hubiera vivido, sería otra persona y escribiría otras cosas. Además, esos espacios tienen otras lógicas narrativas. Hay un colectivo real que aparece en la novela, Tu nube seca mi río, con el que se puso en o una serie de Netflix para proponerles un proyecto con un argumento de ecoterrorismo. Les dijeron que no les interesaba, que no querían que usaran su colectivo para eso. Dijeron algo muy bonito: “Los militantes hacemos cosas aburridas, preciosas, y complejas. No entran en vuestras lógicas porque se hacen en conjunto y a largo plazo”.

Cuando me lo contó Aurora Gómez, pensé que eso es exactamente lo que me pasa a mí con la narrativa: intento contar historias complejas, con varios personajes y a largo plazo, con zonas que se podrían considerar “aburridas” (porque no se trata de estar todo el rato esperando qué va a pasar, sino de preguntarse qué está pasando). 

Para mí eso no es aburrido, aunque sé que va contra la lógica de la velocidad. Y todo eso lo he aprendido porque sé que hay espacios donde no importa que algo sea complicado, donde no hace falta que lo que se haga tenga un efecto inmediato o se inaugure con bombo. Al contrario: lo que se hace es entre muchos. Siempre me dicen que es más efectivo escribir una novela con un solo personaje, pero a mí me interesa lo que nace de la relación entre los personajes. Y eso también procede de ahí.

—Ahora en España estamos hablando de las filtraciones policiales, y además ha coincidido con una película como La infiltrada, que romantiza todo esa violencia policial; también está Pegasus… Siendo una novela que no está anclada al hoy mismo, sí que es hija de su tiempo.
—Son cosas que estamos viviendo, que no se puede frivolizar con ellas, y que marcan los contornos contra los que rebota cualquier acción que se quiera llevar a cabo. No podemos hacer como si no existieran, porque existen. 

Por otro lado, la novela también habla de que quién vigila, aunque no lo sabe, también es vigilado. Y eso también vale para los Estados. Ya no es solo que te vigile una persona o un software, es que a lo mejor quiebra la empresa de ese programa y se lo venden por dos duros a no-sé-quién. A mí me asombra que seamos tan dóciles. Y ya no digo los activistas, que por lo menos hacen un trabajo de tratar de denunciar cada caso, sino sobre todo las istraciones, que no custodian para nada los datos de los ciudadanos.

—En un ensayo tuyo, El murmullo, desvelas la propuesta que haces con el lenguaje en todas tus novelas, pero creo que sobre todo en esta: ir desmontando los mecanismos del discurso y el lenguaje y ver cómo atraviesan las preocupaciones personales un ámbito colectivo. Esta novela le da muchas vueltas, tanto en la forma como en el contenido, al lenguaje.
—Yo empiezo a escribir esta novela cuando la llamada inteligencia artificial está despegando, y nada sustancial ha cambiado desde que la empiezo a escribir hasta que la termino. Para mí es increíble el hecho de que no comprendan el significado de las cosas: analizar doscientos millones de perros para decidir lo que es un perro no es entender lo que es un perro. Es clasificar, pero no entender. Y eso también pasa con las imágenes y con las palabras, y eso me parece aún más grave.

Raymond Williams decía que cuanto más distancia hay entre la comunicación y la convicción, o entre la experiencia y el significado, más nociva es para el lenguaje y para la comunidad, porque es lo que tenemos. Estamos aceptando supuestas conversaciones con algo que no entiende lo que decimos. 

Y no solo eso: no es que no lo entienda por un problema de ajuste; es que el significado tiene que ver con elecciones y con compromisos.  Decirle “te quiero” a alguien significa algo distinto para cada persona porque depende de elecciones y compromisos. Un modelo de lenguaje estadístico nunca los va tener, ni tampoco recuerdos asociados. Por eso me parecía tan importante ser precisa en el uso de las palabras e irlas acotando.

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—¿Y utilizar el lenguaje también es una militancia?
—Por ahí va un poco esta batalla que lleva el personaje de Casilda contra las palabras vacías. Ha llegado a un momento en que deberíamos tirarlas por la ventana: “Vamos a rearmarnos, pero no vamos a utilizar la palabra rearme”. No sé cómo permitimos que le hagan eso al lenguaje, que al final es de lo que estamos hechos.

—Cuando te entrevisté por Existiríamos el mar, lo conecté con Utopía no es una isla, de Layla Martínez. Han pasado cinco años desde su publicación, y el contexto político ha cambiado mucho desde entonces. En ese momento acabábamos de salir de la pandemia, por ejemplo. Esa necesidad de la utopía, en las ficciones, ¿ha cambiado o sigue igual de vigente que en 2020-2021?
—Desde entonces se han organizado montones de talleres sobre futuros posibles, sobre utopías, sobre “necesitamos…”. Y yo progresivamente me voy convenciendo de que en los grandes cambios y emancipaciones de la historia no se sabía tanto hacia dónde se iba. 

No era el futuro lo que lo marcaba; era un “esto que está pasando no puede ser así”. Incluso lo que decía Walter Benjamin: que lo que les han hecho a nuestros antepasados no lo podemos aceptar, como no podemos aceptar que esto les pase a los que vengan.

Me sigue gustando muchísimo el libro de Layla Martínez, y creo que tienen mucho valor aquellos proyectos que comenta donde no se trata tanto de decir “hasta que no tengamos claro hacia dónde queremos ir, no nos movemos”, sino que son momentos, como el actual, de, sobre todo, no aceptar.

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