Parte de la ciudadanía se pregunta qué podemos hacer frente a las decisiones de un presidente digno de la más sofisticada distopía. Por el momento, los que tenían previsto viajar a Estados Unidos de vacaciones están cambiando de destino, algunos como acción de protesta y otros por miedo, no vaya a ser que revisen el móvil y no nos dejen entrar por los comentarios del WhatsApp o, peor aún, que entremos y después nos detengan y nos envíen a alguna cárcel estilo Guantánamo. Siendo turistas no somos el objetivo, pero podrían confundirnos al oírnos hablar en español y, considerando la arbitrariedad de los protocolos, por llamarlos de alguna manera, que se están aplicando en el lugar que presumía de ser el país de la libertad, se entienden los recelos. Lógico que voces sas pidieran la devolución de la estatua que recibía de buen grado a los migrantes, entre ellos la familia del líder del MAGA (Make America Great Again).
Sin pensar en pisar territorio yanqui, los jefes del recién estrenado activismo antiarancel promovían el boicot a los productos estadounidenses al modo ya practicado por aquí contra bienes de consumo de un determinado origen regional. Y, un, dos, tres, responda otra vez, artículos made in USA. Los que nos vienen rápido a la mente son la alegría de vivir embotellada, la otra con la que te conformas y las hamburguesas de los más clásicos establecimientos especializados. Tampoco olvidamos pantalones vaqueros, zapatillas y ropa deportiva. Podríamos vivir sin ellos porque son, al fin y al cabo, marcas reemplazables. Sin embargo, esos negocios de comida rápida son franquicias en manos de nativos españoles y esos productos se fabrican aquí o en Bangladesh, se distribuyen y se venden en tiendas con empleados nacionales. Bien sabemos quiénes trabajan montando coches en Almussafes y en las empresas que giran a su alrededor.
En realidad, importamos de Estados Unidos habas de soja, maíz, minerales de cobre, polietileno de alta densidad y lineal, espejos retrovisores, manufacturas de acero, aluminio y similares de uso industrial. Más fáciles de encontrar en nuestros hogares son lentillas, champús, maquillajes y pintalabios con preparados de Dallas o Houston. A todos ellos y muchos más, casi 1.700, la Comisión Europea preveía imponer tasas del 25% en respuesta a las lanzadas desde el despacho oval. Dejaban fuera de la lista, sin embargo, pesos pesados como combustibles fósiles, medicamentos, maquinaria industrial, equipos electrónicos o aviones. Los negociadores que han de enfrentarse al caos desatado por el antiguo amigo americano sabrán por qué e irán ajustando y modificando sus posiciones conforme circulen las ocurrencias del iracundo presidente Trump.
La acción ciudadana contra el consumo de ciertos productos no sirve, porque vivimos en un sistema económico extremadamente conectado e interdependiente, aunque en la Casa Blanca ahora no lo quieran creer. También compartimos y participamos en una industria cultural a la que no queremos renunciar. No vamos a dejar de leer a autores con pasaporte estadounidense ni de ver ficción ni escuchar música en las plataformas con sede en California y mucho menos va a salirse el personal de las redes sociales de Mark Zuckerberg. Esto constituiría una verdadera insurgencia antisistema: no quedarse en el sabotaje a los coches eléctricos de Elon Musk, sino levantarse contra los nuevos lugartenientes de Trump como acto simbólico más generalizado y sustancial.
Al final, la revuelta social contra los algoritmos la veremos en una serie y, aunque dejemos de comer crema de cacahuete o galletas con trocitos de chocolate, los que pararán los pies a Trump será los mercados, quién si no. No van a aguantar que les haga perder miles de millones en la bolsa.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 126 (mayo 2025) de la revista Plaza