València

La Dana envió a Sergio a vivir en la calle

Sergio Pelijero, junto a su tienda de campaña.

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La València conocida como la ciudad del running también tiene sus lados oscuros. En el corazón del parque tomado por los corredores, en el viejo cauce del río, junto a ese carril que parece una gran cicatriz marrón a lo largo de todo el jardín, cinco kilómetros de ida y vuelta, hay plantada una tienda de campaña digna del Ejército de Tierra. Y en la parte frontal, llama la atención un cartel que es mitad denuncia, mitad auxilio. ‘¿Vivienda digna? Aquí vive un afectado por la Dana. Si te indigna… llámame’. Allí, bajo el paseo de la Petxina, vive desde hace semanas Sergio Pelijero, un hombre de 43 años con una media melena rubia, un ojo azul y un jersey amarillo, como en la canción de Hombres G.

Fuera de la tienda, sobre la hierba del jardín y rodeado de árboles, Sergio y un par de amigos, uno de ellos quizá solo compañero de desventuras, han puesto una pequeña mesa camilla y tres sillas viejas. Encima de la mesa tienen casi todo lo que les distrae de una vida penosa: una cajita de dominó, unos dados y un cubilete, medio paquete de galletas, una botella de agua, unos chicles de Hacendado, tabaco de liar y una bolsa con boquillas. Sergio, Rafa y su otro compinche lían un cigarrillo tras otro. No tienen mucho más que hacer. Fumar y esperar a que la vida les reparta nuevas cartas.

  • Sergio liándose un cigarrilo.

Sergio no para de toquetear y darle vueltas a un papel de fumar que sujeta con ambas manos. Tiene un tic en el rostro que induce a pensar que puede no estar bien. La gente que vive en la calle muchas veces acaba desconectada de la realidad. Esas muecas parecen ser únicamente un reflejo de su enfermedad: esquizofrenia paranoide. Pero luego arranca la conversación y este hombre nacido en València mantiene un discurso coherente y preciso. Sergio explica que el que era su hogar, una modesta vivienda situada en una senda del Parque Natural de l’Albufera, en la entrada del Filero, en el Perellonet, quedó inservible después de que fuera arrasada por la tromba de agua que desbordó la laguna el tristemente famoso 29 de octubre. La fecha de la Dana.

Justo el día que se cumple medio año de la tragedia, Sergio Pelijero cuenta que aquella tarde estaba en València porque es voluntario de una asociación, Activistas en Acción, que trabaja por la salud mental y los derechos humanos, y estaba visitando a un paciente que estaba ingresado en Psiquiatría del Hospital Clínico. “Al acabar, por la tarde, no encontré transporte para volver al Perellonet. Los autobuses habían dejado de salir hacia allí. No tenía dónde ir y no tenía móvil porque lo había empeñado para comprarme algo para comer”.

Sin techo ni móvil

Sergio empezó a buscarse la vida. Intentó ir al Ayuntamiento para que alguien le dijera qué podía hacer. “Pero, con la que tenían montada, nadie me pudo ayudar. A las 12 de la noche la Policía Nacional me atendió en comisaría y me dejó hacer algunas llamadas. Ellos me dijeron que habían habilitado un polideportivo en Benimaclet para la gente que no había podido volver a casa. Pasé la noche allí y por la mañana me dieron un papelito donde ponía una dirección a la que tenía que ir, un recurso donde se suponía que me tenía que quedar. Pero al llegar allí nadie sabía nada de mí. Total, que volví a verme en la calle, sin móvil y sin recursos”.

Otro día dando tumbos en busca de ayuda. “Al final, la Policía Local me informó de que podía ir al polideportivo de la Petxina. Allí me tiré desde el 30 de octubre hasta el 14 de noviembre. Ese día salí porque venían a recogerme desde el CAST (Centro de Atención Social a Personas sin Techo). Entiendo que se iban a responsabilizar de mí. Pero desde entonces hasta hoy, después de cerca de 180 días, me habré tirado 120 en la calle. No sé para qué me recogieron de la Petxina. Creo que querían cerrar el polideportivo y yo no les importaba demasiado. El problema es que en València hay 200 plazas y somos cerca de 2.500 personas necesitadas”.

Un día, la policía le hizo el favor de llevarle hasta su casa. Lo dejaron a la entrada del camino y se fueron. Sergio se encontró una vivienda inservible. “El agua había derribado la puerta, los colchones estaban encima del fango y la ropa se había perdido. No podía quedarme allí, así que, como no tenía otra opción, me tocó volver a València a pie. Había empezado a diluviar y tuve que hacer cerca de 25 kilómetros bajo un aguacero”.

  • Sergio Pelijero.

El problema, dice, vino después. “Yo no tenía contrato, solo un compromiso verbal con el propietario. Yo le pido al Ayuntamiento que le consulten si está de acuerdo y que me ayuden. La ley de servicios sociales contempla casos así. Se llama residencia efectiva. Pero no han querido. Y yo creo que lo que hay detrás de esto es evitar dar más indemnizaciones o ayudas”. Así que, desde entonces, Sergio vive en el río. No ha podido recuperar la casa que hay a la entrada del Filero. No llevaba mucho tiempo allí. Antes vivía en Gandia, donde pagaba 300 euros de alquiler. Hasta que encontró esta otro sitio y le costaba 225. “Es una infravivienda, pero yo cobro una pensión no contributiva, que son 560 euros, y esa reducción de 75 euros de Gandia al Perellonet era un buen ahorro para mí”.

Sin familia

Sergio Pelijero nació en València. Prácticamente no le queda familia. Sus padres, un camionero y una pensionista, ya murieron, como su hermana, y su otro hermano, Juan Antonio, se esfumó hace tiempo. “No sé nada de él. Cuando murió mi padre, en 2015, me dijo que necesitaba un poco de espacio, que le diera tiempo. Ya estamos en 2025 y sigo respetando su espacio…”. A Sergio le pone triste recordar a sus padres. El fallecimiento de su madre todavía está demasiado tierno. “Murió de una enfermedad, pero yo creo que la mataron de un disgusto. Ella no sabía de mi situación por mi boca, pero alguien se lo debió decir. Yo quería contárselo”, explica con un hilo de voz. 

Su mirada pide clemencia: no quiere seguir por ahí.

Antes de llegar a esta situación límite, Sergio llevó una vida más o menos normal. Su primer trabajo fue en un criadero de insectos que se llamaba Alcotan. “Nuestro cliente más habitual era la televisión, que compraba insectos para ese programa en el que un invitado tenía que meter la mano en una urna llena de bichos”. Luego vinieron otros oficios. Muchos años en mensajería, con la moto de aquí para allá. “Pero también he estado de pizzero, de cocinero en algunos ratos, peón de obra, recogiendo chatarra, cortando naranja… No se me han caído nunca los anillos. Sí he tenido el defecto de tragar cuando me ofrecían un contrato de diez horas semanales y luego hacía jornada completa. Ahí pasaba por el aro porque necesitaba la pasta”.

  • Sergio haciéndose un café.

Ahora vive de la pensión. Son 560 euros al mes. “Así es imposible tener una vivienda digna. Si te cobran 400 euros por una habitación, ¿qué te queda para vivir?”. No es solo la limitación económica. Sergio explica que es muy difícil revertir su situación. “¿Quién se va a fiar de mí, con lo que cobro, para alquilarme un piso y que no me convierta en un ‘inquiokupa’? Yo no tengo mal aspecto del todo, pero ¿quién me contrataría como camarero? Si saben que estás en la calle, nadie”.

Es imposible mirarle a la cara y no fijarse en que tiene un ojo azul y el otro, ensombrecido. Fue un accidente. De niño, con tres años, su hermano dejó la escopeta de perdigones a la vista y él la cogió y, sin querer, se disparó en un ojo. Dice que no recuerda nada de aquello, que era muy pequeño. Pero ahora, cuatro décadas después, ese ojo marchito contribuye a configurar un rostro de aspecto triste. Aunque, de vez en cuando, Sergio gasta una broma y estalla en una carcajada que es un soplo de aire fresco en medio de tanto drama. "Yo, cada vez que salgo de la tiendo y veo a los corredores, digo: sí que tiene prisa la gente por aquí”.

Su amigo Rafa

La tarde es plácida. No hace frío ni calor. Y el lugar, más allá de lo que representa, la desgracia de no tener un techo, es agradable entre tanto árbol y tanta zona verde. Ahora, pasados unos meses, le cuesta recordar cuál fue el primer día que durmió a la intemperie. “Creo que fue en diciembre. La primera noche recuerdo que la pasé deambulando. Ya había estado sin techo, pero no en la calle. Yo sufrí un desahucio por la ansiedad y mi trastorno mental hace años, pero acabé en psiquiatría, y cuando salí fui a un recurso que me había conseguido una trabajadora social”.

Esa primera noche se la pasó andando de un sitio a otro. No quería tumbarse en cualquier parte por una mezcla de miedo y cierta vergüenza. Pero llegó un momento, de madrugada, en el que estaba tan cansado que se echó en un banco. “Esta tienda nos la prestó un amigo sin techo. La tenía guardada en un trastero y nos la prestó a Rafa y a mí. Rafa y yo nos conocimos en un albergue de la Cruz Roja en la calle Santa Cruz de Tenerife. Allí pasamos unas noches e hicimos migas, pero como solo lo habían abierto para la ola de frío, cuando pasó nos quedamos en la calle. Entonces decidimos seguir juntos y dormir en el Mercado de Abastos. Hasta que surgió la oportunidad de la tienda y nos vinimos aquí”.

Sergio va cogiendo confianza y acaba contando que lo han expulsado ya de varios albergues y comedores sociales. Él tiene una explicación creíble para cada caso. Pero también cuenta que es una persona muy reivindicativa que se subleva ante las injusticias. “Nunca lo he tolerado. Clavo que sobresale, necesita martillo”. Esa vena rebelde la canalizó a través de su banda de rock, Armando Bronca. Los compañeros, cuando vieron su situación desesperada, le echaron un cable. Durmió varios días en sus casas. Pero un día pilló sarna y los amigos le comentaron que no podían seguir así. “Yo lo entiendo”, dice de inmediato, como disculpándoles.

  • El amigo de Sergio.

Del grupo le queda la guitarra. Algunas noches la desenfunda y se pone a tocar. Depende del día, según su humor, toca una cosa u otra. También es el cocinero de la tienda, que para algo ha trabajado en el oficio. Hace seis meses que la barrancada arrasó su casa y casi toda l’Horta Sud. Hace seis meses exactos, ahora que dan las 20:11 horas, que sonó aquella alarma a destiempo, demasiado tardía. Su vida ha caído en picado desde entonces. Pero quiere creer que tiene futuro, y entonces habla Rafa para explicar que está esperando el juicio para recuperar su casa, y que, si lo consigue, volverá allí y se llevará con él a su amigo Sergio. No tienen mucho, pero se tienen a ellos.

Sergio se despide y se mete en la tienda. Va a encender el hornillo, va a abrir una lata de albóndigas y va a preparar un poco de arroz con carne. Lo cuenta y a Rafa se le ilumina la cara. La cuchara siempre alegra el día. Luego, dos de ellos se irán a dormir y el tercero se quedará de guardia porque esa tienda es “muy golosa”. Con el día, empezará un nuevo reto: conseguir una ducha, ropa, comida… Pequeñas conquistas para poder llevar una vida digna.

-Sergio, ¿y cómo vivió el apagón del lunes?

-¿El apagón? A mí el apagón me dio igual. Yo hace tiempo que vivo apagado.

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